martes, 17 de marzo de 2009

Los defensores de Constantinopla

Tras el desastre de Adrianopolis donde los Godos aniquilan gran parte del ejército romano con todo y su Emperador Valente, del cual, nunca fue encontrado su cuerpo, hay un episodio muy interesante sobre la defensa de Constantinopla de parte de una tropa de árabes al servicio de Roma.

Protegiendo la ciudad de Constantinopla se había quedado algunas tropas, estos era mercenarios reclutados por el ejercito romano, eran árabes, pero en aquellos tiempos se les llamaba sarracenos, los árabes nómadas desde hacía mucho tiempo tenia tratos con Roma, abastecían dal ejercito de mercenarios, que hacían de escolta a las caravanas de comerciantes romanos. El historiador romano Amiano Marcelino observa que los árabes no servían de mucho en batalla y se usaban mas como tropas de exploración y expediciones de larga distancia en la búsqueda de víveres y alimentos. Pero después de la victoria de los godos en Adrianopolis un grupo de estos se acerco a Constantinopla, lo más probable es que lanzaran gritos de guerra, desafiando a los defensores de la gran ciudad, tal vez los godos con muchos ánimos después de Adrianopolis querían seguir demostrando su valentía, de la ciudad salieron esta unidad de sarracenos y lucharon contra este grupo de godos. Durante la pequeña batalla enfrente de las murallas de Constantinopla, uno de los sarracenos abatió a un godo, lo corto el cuello con un cuchillo, y después acerco su boca a la herida para beber su sangre.

El historiado Italiano Alessandro Barbero en su libro “El día de los Barbaros”, narra el episodio y el impacto que causo, no solo la terrible sed de sangre de este individuo, sino también la majestuosidad de la antigua Constantinopla, algo nunca antes visto por los barbaros del otro lado del Danubio.

"No sabemos el significado ritual o mágico que este gesto podía tener para los beduinos, pero los godos se quedaron helados: estos energúmenos con el pelo largo, que combatían prácticamente desnudos, emitiendo gritos salvajes y que bebían la sangre de los enemigos, eran decididamente demasiado barbaros para toda esa gente que a esas alturas, al menos en parte, se habían romanizado y cristianizado, como los godos. A partir de este momento, dice Amiano, empezaron a amedrentarse; veían la inmensidad de las murallas que defendían Constantinopla, y tras las murallas los bloques de casas habitadas, con muchos pisos, que parecían extenderse hasta perderse de vista; y cuando más a la idea se hacían de las dimensiones de la ciudad, más de venían abajo. Al final renunciaron al asedio y se fueron: parecía cosa del destino que al menos por el momento las grandes ciudades del imperio se revelaran una presa superior a sus fuerzas "

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