La palabra golem también se usa en la Biblia (Salmos 139:16) y en la literatura talmúdica para referirse a una sustancia embriónica o incompleta. Similarmente, los golems se usan primordialmente en la actualidad en metáforas, bien como seres descerebrados o como entidades al servicio del hombre bajo condiciones controladas pero enemigos de éste en otras. De forma parecida, es un insulto coloquial en yidis, sinónimo de patoso o retrasado.
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El golem
Michael Chabon
La vida del golem, como la del libro, está inseparablemente ligada a la de su autor. Para ambos casos, esta receta vital de dependencia mutua
Michael Chabon
La vida del golem, como la del libro, está inseparablemente ligada a la de su autor. Para ambos casos, esta receta vital de dependencia mutua
El más conocido –modelado con el barro del río Moldau, por el rabino Loew de Praga, para que fuera sirviente o protector del gueto– es el más sospechoso, pues ha sido concebido y popularizado por toda una serie de novelistas y cineastas a lo largo de los últimos cien años. El más antiguo es Adán, el pedazo de tierra original que recibió, en el sexto día de la creación, el soplo de la inspiración del Divino Nombre. Pero la historia del golem tiene cien variantes, del becerro de barro que, en Babilonia y hace dos mil años, fue llamado a la vida y prontamente devorado por dos rabinos hambrientos, Hanina y Oshaya, hasta refinamientos como el golem de retazos de von Frankenstein y el hijo de madera de Gepetto. Mientras trabajaba en mi novela Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, descubrí que la trama exigiría que el golem de Praga representara un pequeño pero crucial papel. En cuanto este sorprendente hecho me resultó evidente, me puse a buscar información sobre golems. Lo que encontré fue un perspicaz comentario sobre la escritura de novelas.
Todos los cazadores de golems terminan inevitablemente a los pies del brillante Gershom Scholem, cuyo ensayo “La idea del golem” explora con desalentadora profundidad las fuentes remotas y a veces abstrusas del perdurable tema del hombre de barro que viene a la vida por un encantamiento. El encantamiento, por supuesto, es obra del lenguaje; hechicería y charla. El golem cobra vida gracias a fórmulas mágicas, palabra por palabra. En algunas versiones, el Nombre de Dios queda inscrito en la frente del golem, y en otras está escrito en una tableta y escondido bajo su gris lengua muda. A veces la palabra mágica es el vocablo hebreo para verdad, emet; para matar al golem, en este caso –para desactivarlo– uno debe borrar la inicial letra aleph de su frente, y así dejar solo met: muerte.
Hay buenas razones para creer, según Scholem, que algunos recuentos de creaciones de golems son fácticos. Durante el apogeo medieval de la Cábala ciertos rabinos y adeptos –que dedicaban largo tiempo a considerar el Sefer Yetsirah o Libro de la Creación– culminaban sus estudios y probaban su aptitud para los encantamientos creando un golem. Había pautas y rituales específicos; recetas, por decirlo así, para hacer golems. Los rabinos no esperaban obtener un servidor incansable, ni siquiera una comida decente, de estos ensayos. El ritual mismo era el objetivo del ejercicio; llevarlo a cabo –recitando largas series de complicadas permutaciones alfabéticas mientras se caminaba en círculos alrededor del durmiente pedazo de tierra– inducía una especie de estado extático a medida que el adepto asumía un privilegio reservado de ordinario a Dios: la creación de un mundo. Era magia analógica: lo que el cabalista es a Dios, el golem es a la creación entera: un modelo, una replica en miniatura, un espejo –como la novela– del mundo.
Mucho del perdurable poder de la historia del golem proviene de su analogía pronta, aunque romántica, con la relación entre el artista y su trabajo. Y a lo largo de los años esta analogía ha atraído a muchos escritores que han visto sus posibilidades metafóricas. En la superficie, la analogía puede parecer demasiado fácil. La idea del novelista como pequeño Dios de su creación –présent partout et visible nulle part– es un principio clave de los novelistas tradicionales, que Robert Coover exploró y explotó, podría haberse pensado que de una vez por todas, en The Universal Baseball Association, J. Henry Waugh, Prop. Pero lo que me cautivó, al leer y releer el ensayo de Scholem, no fue la metáfora o alegoría acerca sobre la naturaleza de la creación de novelas y golems, sino las consecuencias que esa creación tenía.
“Hacer golems es peligroso”, escribe Scholem. “Como toda gran creación, ésta pone en peligro la vida del creador: la fuente del peligro, sin embargo, no es el golem... sino el hombre mismo”. Del golem que creció hasta un tamaño tal que colapsó, matando a un cierto rabino Elijah de Polonia, al monstruo de Frankenstein, los golems a menudo amenazan la vida de sus creadores e incluso llegan a quitársela.
Tan pronto leí estas palabras noté la conexión que tenían con mi propio trabajo. Cada cosa buena que he escrito me ha dejado, en algún punto de su composición, inquieto y temeroso. Me ha dado la impresión, al menos durante un
instante, de ponerme en riesgo.
Por supuesto que ha habido y sigue habiendo escritores para quienes el acto de escribir una novela o un poema es fatal, escritores cuyas palabras han sido usadas para condenarlos y aplastarlos. Acabo de regresar de una gira por algunas zonas de la antigua Unión Soviética, donde conocí a escritores que habían debido sopesar cada palabra que escribían para medir su inherente poder de destrucción; durante mi estadía leí los relatos de Isaac Babel, encarcelado y ejecutado no solo por sus palabras sino también, según Lionel Trilling, por su silencio. Comparados con la suerte de un Babel, los peligros que he corrido en mi propia escritura apenas parecen merecer ese nombre.
Para mí –un hombre afortunado que vive en un tiempo afortunado en el país más afortunado del mundo– el asunto parece reducirse siempre a una cuestión de exposición. Como escribe Scholem, “El peligro [...] no es que el golem desarrolle poderes incontenibles; el peligro está en la tensión que el proceso creativo despierta en el creador mismo”. Algunas veces me da miedo escribir, aunque sea en ficción, acerca de cosas que me han pasado en realidad, acerca de cosas que realmente he hecho, o acerca de los numerosos pensamientos crueles o vergonzosos o poco atractivos que he contemplado en un momento o en otro. Con la misma frecuencia me sorprendo escribiendo acerca de actos o estados mentales incómodos o socialmente cuestionables que no tienen base alguna en mi vida, pero que, me temo, la gente me atribuirá naturalmente cuando lean lo que he escrito. Aun si asumo que los lectores serán tan caritativos como para absolverme de haber pensado o hecho semejantes cosas –como para ver autobiografía en la más pura de las ficciones–, el mero hecho de que yo haya sido capaz de imaginar que alguien los pensó o cometió es, me susurran mis miedos, condenatorio en sí mismo.
Cuando escribí Los misterios de Pittsburgh temí –con razón, como vería después– que la gente creería, al leer la novela, que su autor era gay. En parte era el miedo a ser malinterpretado, a ser juzgado equivocadamente, pero en mi aprensión había un componente nada despreciable de homofobia pura y simple; y del miedo a la homofobia. La entrega, en el taller de escritores de Irvine donde trabajaba en mi MFA, de una porción de mi novela que contenía una breve pero vívida escena de amor entre dos hombres, sigue siendo uno de los momentos más aterradores de mi vida como escritor. En Chicos prodigiosos presenté un personaje cuyos sentimientos de envidia, fracaso y romanticismo corroído, por no hablar de su intensa dependencia de la marihuana para conseguir que las palabras fluyeran, parecía componer, desde el punto de vista de los lectores, un autorretrato poco favorable. De nuevo, se comprobó que mis miedos tenían fundamento: en mi reciente gira por el norte de Europa, la primera pregunta que salió de los labios de un entrevistador fue: “Este Grady Tripp suyo está lleno de drogas y se acuesta con muchas mujeres. ¿Qué tal usted, señor Chabon?”. Y luego está el tema de “Green’s Book”. Este relato, sobre un hombre cuya relación con su joven hija se ha visto gravemente dañada por su culpa y vergüenza persistentes, consecuencia de un incidente infantil en que el cuidado de un bebé salió mal, me tomó años de trabajo, tanto me atormentaban las conclusiones a que pudieran llegar los lectores sobre mi propio pasado y mi comportamiento como padre.
Desde que leí “La idea del golem” he llegado a ver este miedo, esta noción de ser puesto en peligro por mis propios personajes, no solo como una parte inevitable y necesaria de la escritura de ficciones, sino como el garante virtual, en la medida en que semejante cosa es posible, de la potencia de mi trabajo; como señal de que me encuentro en el camino correcto, de que estoy siguiendo la receta correctamente, pronunciando los hechizos correctos. La literatura, como la magia, siempre ha girado alrededor del manejo de los secretos, el dolor, la destrucción y la maravillosa liberación que puede resultar cuando un secreto es revelado. Decir la verdad cuando más importa es casi siempre una perspectiva aterradora. Si un escritor no revela secretos, los suyos propios o los de sus seres queridos; si no coquetea con la desaprobación, el reproche y la ira general, ya sea de los amigos, la familia o los apparatchiki del partido; si el escritor somete su trabajo a un censor interno mucho antes de que nadie pueda ponerle las manos encima, el resultado es pálido, inanimado, un pedazo de tierra. El adepto manipula su rico material, el fétido barro de un río, y entona con diligencia sus hechizos alfabéticos, y lo hace con pleno conocimiento de la historia de los golems: cómo se liberan de sus creadores, crecen hasta alcanzar tamaño y poder inmanejables, se niegan a ser controlados. De la misma manera el escritor da forma a su historia, salpicada como barro de río con el polvo de la experiencia y fétida por el olor de la vida humana, haciendo caso omiso del peligro que corre, dispuesto a mostrar sus poderes, a celebrar su dominio, a traer a la vida un pequeño mundo que, como el de Dios, es a la vez terriblemente imperfecto y lleno de una asombrosa vida.
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