En una calle de la ciudad de México, todas las noches Lord Byron y Rubén Darío se encuentran para debatir un poco, platicar, chismear o tal vez solo pasar el rato, hacer algún comentario sobre lo que miran a diario en las calles de Lord Byron con Ruben Dario. Les dejo un artículo de Nicolás José para la revista Letras Libres sobre estos dos grandes de la Literatura y las calles que llevan su nombre en la gran ciudad de Mexico.
Lord Byron esquina con Rubén Darío
De qué hablarán los fantasmas de Lord Byron y Rubén Darío cuando se encuentran en Polanco al pie de los jardines de Chapultepec.
¿Quién conoce los nombres que camina?
Casi toda la vida consciente de George Gordon, Lord Byron, transcurrió en tiempos Napoleónicos. No resulta tan sorprendente, por lo tanto, que nunca conociera París. Ni que fuera la Pimpinela Escarlata para pasear su noble -aunque tullida- silueta por las calles de Faubourg Saint-Germain. Tampoco le importó mucho una vez exiliado el monstruo. Ni siquiera la compasión lo llevó a la ciudad de las luces cuando, en 1816, su otrora amante, Caroline Lamb, desesperada porque la visitara, destruyó su cuarto de hotel, valiéndose de muebles, tazas y candeleros como proyectiles. Al poco tiempo Byron abandonó Inglaterra para siempre. Años antes había escrito a un amigo: “Nunca viviré ahí, no es país para mí, el por qué debe permanecer secreto”. Nunca pudo revelarse a sí mismo ese por qué, ni en Caín, ni en Mazeppa, ni en Don Juan, ni en todas sus Peregrinaciones de Childe Harold. Pero el secreto siempre estuvo ahí: cuando cruzó nadando el Helesponto; en el verano al pie del Lago Lemán con los Shelley; en el invierno en que su amante analfabeta se tiró al Gran Canal de Venecia, incapaz de vivir con el desprecio del poeta. “Feroz y hermoso cometa” dejó una estela adúltera, incestuosa, sodomita. Escribió con todo el cuerpo y así buscó la gloria, soñándose libertador de suliotas. La enfermedad asaltó al recién nombrado Generale Noel Byron, antes que él pudiera asaltar la fortaleza de Lepanto. En la claridad que antecede la muerte, invocó: “Mi esposa, mi tierra, mi hija”.
Félix Rubén García Sarmiento, estilado Rubén Darío, en cambio, desde niño soñó con París. Para él ya era la capital del siglo diecinueve. “Cuando en la estación de Saint Lazare pisé tierra parisiense”, relata, “sentí que hollaba tierra sagrada”. Antes había pasado por casi todo Centroamérica, Cuba, España, Nueva York, Buenos Aires. Pero sus viajes no eran aventureros, más bien hueseros, como parte de tal o cual legación, encargado de empezar éste u otro periódico, o como cónsul honorífico, ya de Colombia, ya de su natal Nicaragua. Pero siempre se sintió raro. No así en la ciudad “del Arte, de la Belleza y de la Gloria, reino del ensueño”. Ahí se sentía ciudadano predilecto, ahí pasó los años divertidos de su alcoholismo junto a Gómez Carrillo y Alejandro Sawa. Aunque nunca pudo mantener una conversación con su ídolo Verlaine. Cada vez que intentaban presentárselo, el “padre y maestro mágico”, el “liróforo celeste”, estaba más borracho que él. Vivió por liberar el pájaro azul enjaulado en su cerebro y su inconmensurable destreza y talento eran el pan de los “jóvenes modernistas, más o menos melenudos”. Pero su deseo de pertenencia nunca lo abandonó. Tal vez por eso él sí procuró nupcias con su amante analfabeta, aunque a la postre también la abandonara para irse a morir a Nicaragua.
La Autobiografía y la Historia de mis libros de Darío son documentos muy bien ensayados en los cuales se cita a sí mismo constantemente como fuente de autoridad y veracidad. Están pensados y escritos para que la posteridad lo consagre como el príncipe de las letras castellanas, en la gran narrativa de nuestra literatura. Todo le sucede a él primero: conoció personalmente a Martí y a Julián del Casal, pero solo a él le tocó “iniciar el modernismo”; disque a él y no a Rodó se le ocurrió primero, también, la división entre Ariel y Calibán para describir los poderes en juego en Estados Unidos y América Latina; caramba, hasta la revolución mexicana empezó a la sombra de su presencia en Veracruz, con la muchedumbre levantada dando “vivas a Rubén Darío y a Nicaragua”. Gracias por todo, Rubén, gracias.
Nunca sabremos, por otro lado, cómo sería la autobiografía de Byron. A la par de sus fecundas relaciones epistolares y su frenético afán de registrar todo lo que le acontecía en su diario, escribió dos volúmenes de memorias cuya publicación confió a su amigo Tom Moore. Hubo violentas discusiones sobre la propiedad y destino de los dos volúmenes entre el mismo Moore, Hobhouse (otro íntimo amigo), un representante de su esposa y de su hija, un representante de la media hermana (también amante y madre de otra hija) y el editor Murray. En contra de la voluntad de Byron, y a pesar de los proyectados beneficios económicos que rendiría la publicación, decidieron destruirlos por el bien de todos. Poco a poco los fueron deshojando, auto de fe en la chimenea, sólo dos de ellos las habían leído.
No sé de qué hablarán sus fantasmas cuando se encuentran en Polanco al pie de los jardines de Chapultepec. Fue una mala idea. No se caerían bien. Byron despreciaría a Darío, lo llamaría “poeta domesticado”, como llamaba a Wordsworth. Darío balbucearía cualquier cosa incomprensible de perfecta prosodia. A no ser que hablen de los animales que atormentaron sus últimos años. Darío, durante su misión en Madrid, a veces llegaba tan borracho de ajenjo del Café Barbieri o del Chicote, que imaginaba que lo atacaban los leones de mármol que vigilaban la puerta del consulado nicaragüense en la calle de Serrano. Eran leones de la muerte con la que vivía obsesionado. Tenía que salir un empleado a conducirlo a la casa. No es casualidad que su tumba en la Catedral de Managua esté resguardada por un poderoso león. Byron vivía temeroso de los ojos de un águila que hirió de muerte en Vostitza en 1809. Intentó salvarla pero no pudo. Antes de esto interpretaba el águila en vuelo como símbolo de su propia grandeza. Hacia el final, se le aparecía el brillo de esos ojos, multiplicado por docenas, y sentía un violento aleteo.
Puede ser que hablen de animales, el zoológico queda cerca. Pero probablemente se ignoran o, a lo mucho, escriben odas a los vecinos que batallan por un predio.
- Nicolás José .
¿Quién conoce los nombres que camina?
Casi toda la vida consciente de George Gordon, Lord Byron, transcurrió en tiempos Napoleónicos. No resulta tan sorprendente, por lo tanto, que nunca conociera París. Ni que fuera la Pimpinela Escarlata para pasear su noble -aunque tullida- silueta por las calles de Faubourg Saint-Germain. Tampoco le importó mucho una vez exiliado el monstruo. Ni siquiera la compasión lo llevó a la ciudad de las luces cuando, en 1816, su otrora amante, Caroline Lamb, desesperada porque la visitara, destruyó su cuarto de hotel, valiéndose de muebles, tazas y candeleros como proyectiles. Al poco tiempo Byron abandonó Inglaterra para siempre. Años antes había escrito a un amigo: “Nunca viviré ahí, no es país para mí, el por qué debe permanecer secreto”. Nunca pudo revelarse a sí mismo ese por qué, ni en Caín, ni en Mazeppa, ni en Don Juan, ni en todas sus Peregrinaciones de Childe Harold. Pero el secreto siempre estuvo ahí: cuando cruzó nadando el Helesponto; en el verano al pie del Lago Lemán con los Shelley; en el invierno en que su amante analfabeta se tiró al Gran Canal de Venecia, incapaz de vivir con el desprecio del poeta. “Feroz y hermoso cometa” dejó una estela adúltera, incestuosa, sodomita. Escribió con todo el cuerpo y así buscó la gloria, soñándose libertador de suliotas. La enfermedad asaltó al recién nombrado Generale Noel Byron, antes que él pudiera asaltar la fortaleza de Lepanto. En la claridad que antecede la muerte, invocó: “Mi esposa, mi tierra, mi hija”.
Félix Rubén García Sarmiento, estilado Rubén Darío, en cambio, desde niño soñó con París. Para él ya era la capital del siglo diecinueve. “Cuando en la estación de Saint Lazare pisé tierra parisiense”, relata, “sentí que hollaba tierra sagrada”. Antes había pasado por casi todo Centroamérica, Cuba, España, Nueva York, Buenos Aires. Pero sus viajes no eran aventureros, más bien hueseros, como parte de tal o cual legación, encargado de empezar éste u otro periódico, o como cónsul honorífico, ya de Colombia, ya de su natal Nicaragua. Pero siempre se sintió raro. No así en la ciudad “del Arte, de la Belleza y de la Gloria, reino del ensueño”. Ahí se sentía ciudadano predilecto, ahí pasó los años divertidos de su alcoholismo junto a Gómez Carrillo y Alejandro Sawa. Aunque nunca pudo mantener una conversación con su ídolo Verlaine. Cada vez que intentaban presentárselo, el “padre y maestro mágico”, el “liróforo celeste”, estaba más borracho que él. Vivió por liberar el pájaro azul enjaulado en su cerebro y su inconmensurable destreza y talento eran el pan de los “jóvenes modernistas, más o menos melenudos”. Pero su deseo de pertenencia nunca lo abandonó. Tal vez por eso él sí procuró nupcias con su amante analfabeta, aunque a la postre también la abandonara para irse a morir a Nicaragua.
La Autobiografía y la Historia de mis libros de Darío son documentos muy bien ensayados en los cuales se cita a sí mismo constantemente como fuente de autoridad y veracidad. Están pensados y escritos para que la posteridad lo consagre como el príncipe de las letras castellanas, en la gran narrativa de nuestra literatura. Todo le sucede a él primero: conoció personalmente a Martí y a Julián del Casal, pero solo a él le tocó “iniciar el modernismo”; disque a él y no a Rodó se le ocurrió primero, también, la división entre Ariel y Calibán para describir los poderes en juego en Estados Unidos y América Latina; caramba, hasta la revolución mexicana empezó a la sombra de su presencia en Veracruz, con la muchedumbre levantada dando “vivas a Rubén Darío y a Nicaragua”. Gracias por todo, Rubén, gracias.
Nunca sabremos, por otro lado, cómo sería la autobiografía de Byron. A la par de sus fecundas relaciones epistolares y su frenético afán de registrar todo lo que le acontecía en su diario, escribió dos volúmenes de memorias cuya publicación confió a su amigo Tom Moore. Hubo violentas discusiones sobre la propiedad y destino de los dos volúmenes entre el mismo Moore, Hobhouse (otro íntimo amigo), un representante de su esposa y de su hija, un representante de la media hermana (también amante y madre de otra hija) y el editor Murray. En contra de la voluntad de Byron, y a pesar de los proyectados beneficios económicos que rendiría la publicación, decidieron destruirlos por el bien de todos. Poco a poco los fueron deshojando, auto de fe en la chimenea, sólo dos de ellos las habían leído.
No sé de qué hablarán sus fantasmas cuando se encuentran en Polanco al pie de los jardines de Chapultepec. Fue una mala idea. No se caerían bien. Byron despreciaría a Darío, lo llamaría “poeta domesticado”, como llamaba a Wordsworth. Darío balbucearía cualquier cosa incomprensible de perfecta prosodia. A no ser que hablen de los animales que atormentaron sus últimos años. Darío, durante su misión en Madrid, a veces llegaba tan borracho de ajenjo del Café Barbieri o del Chicote, que imaginaba que lo atacaban los leones de mármol que vigilaban la puerta del consulado nicaragüense en la calle de Serrano. Eran leones de la muerte con la que vivía obsesionado. Tenía que salir un empleado a conducirlo a la casa. No es casualidad que su tumba en la Catedral de Managua esté resguardada por un poderoso león. Byron vivía temeroso de los ojos de un águila que hirió de muerte en Vostitza en 1809. Intentó salvarla pero no pudo. Antes de esto interpretaba el águila en vuelo como símbolo de su propia grandeza. Hacia el final, se le aparecía el brillo de esos ojos, multiplicado por docenas, y sentía un violento aleteo.
Puede ser que hablen de animales, el zoológico queda cerca. Pero probablemente se ignoran o, a lo mucho, escriben odas a los vecinos que batallan por un predio.
- Nicolás José .
Tomado de Letras Libres,
http://www.letraslibres.com/blog/blogs/index.php?title=lord_byron_esquina_con_ruben_dario&more=1&c=1&tb=1&pb=1&blog=5
No hay comentarios:
Publicar un comentario